Traducido para Rebelión por Caty R. |
«¿Quizá el Islam da miedo porque está cerca y esa proximidad despierta los fantasmas?
El Islam es «otro», aparte, nacido de la misma matriz abrahámica, heraldo del mismo monoteísmo revelado que no ha cesado, desde hace siglos, de poner en competición a los absolutistas alrededor del Mediterráneo y sus mercados. Es capaz del mismo totalitarismo mesiánico del que se culpó en su época al cristianismo, que todavía encontramos actualmente en Israel, y conlleva una pretensión –muy familiar para los occidentales- de suministrar a las regiones en las cuales es mayoritario una especie de universalidad de recambio extrayendo su legitimidad del campo religioso. Al final de una lenta secularización, la Europa cristiana trocó el mesianismo evangélico por el del progreso. En tierra del Islam, el proceso apenas comienza (…) Los occidentales miden el poder de tales movilizaciones mesiánicas (…) No es seguro, por desgracia, que el bombardeo de Afganistán los desactive»
(«Les belles paroles de l’Occident» Libération, 24 de octubre de 2001, Sophie Bessis, autora de una notable crítica del modelo occidental de civilización, L’Occident et les autres. Histoire d’une suprématie, La Découverte, París, 2001).
Manhattan Transfer: En el corazón del santuario estadounidense
Comparable por su repercusión y su simbolismo al saqueo de Jerusalén (1099) y de Constantinopla (1204), de los cuales constituiría en el imaginario del fundamentalismo árabe-musulmán una réplica milenaria, el «martes negro» estadounidense del 11 de septiembre de 2001 no es el detonador de la primera guerra mundial del siglo XXI, sino el último avatar colonial del siglo XX; y las bombas humanas voladoras que se estrellaron contra los símbolos económicos y militares de la superpotencia estadounidense –el Pentágono en Washington y las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York- no estaban propulsadas por queroseno, sino por más de un siglo de expolios, humillaciones y frustraciones acumuladas desde la Declaración de Balfour.
Mal que pese a los especialistas occidentales, el terrorismo no es el resultado de una creación ex nihilo. Tampoco constituye un fenómeno sui géneris. Se alimenta de las mortificaciones y las deshonras, del atolladero de la desesperación magnificada por una exaltación del sacrificio. Nunca es voluntario que un adolescente en el alba de su vida se encinche con dinamita y estalle en pedazos o que un padre de familia universitario, diplomado, con estudios superiores, se dedique pacientemente a aprender a pilotar un avión para estrellarse contra un edificio por muy prestigiosa y estimulante que resulte esta perspectiva.
Igual que otros continentes, Occidente engendró sus monstruos, por ejemplo Hitler, y la defensa del «mundo libre» no le pertenece en exclusiva. Dicha defensa participa también de la contribución de los pueblos del Tercer Mundo, asiáticos, árabes, africanos, todas las religiones mezcladas, de las que varias decenas de miles de personas combatieron junto a los europeos y estadounidenses contra las tiranías del siglo XX. Al respecto, Verdun y Montecassino constituyen tanto victorias militares aliadas como victorias árabes o africanas.
Mientras un picor beligerante se apoderó otra vez de los países occidentales en Afganistán, Irak o Libia, atizado por los espectaculares y mortíferos atentados antiestadounidenses –que según el recuento oficial causaron casi 3.000 muertos o desaparecidos-, hay que recordar que el mundo árabe-musulmán proporcionó más de 1,2 millones de combatientes durante las dos guerras mundiales, de los que 53.000 hallaron la muerte en los campos de batalla de Marne y otros lugares por la liberación de Francia, su colonizadora de la época (1), y que casi 800 magrebíes del «Regimiento de Marcha Norteafricano de París», formaron parte de la Segunda División Blindada del General Lecrec y participaron en la batalla de liberación de la capital francesa (2). Lo mismo que los contingentes indo-paquistaníes enrolados para la defensa del imperio británico.
Heredero de Europa y testigo privilegiado de sus desengaños, Estados Unidos acudió en dos ocasiones en el siglo XX a las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) en auxilio de las grandes democracias europeas antes de desbancarlas como potencia planetaria, aunque sin beneficiarse de las aberraciones coloniales de sus ancestros europeos.
Sobre los escombros del colonialismo francés e inglés y dando su apoyo a las independencias de Marruecos y Argelia a raíz de la loca aventura tripartita (anglo-franco-israelí) de Suez, Estados Unidos fue acogido como un héroe por los pueblos árabes, pero, despreciando las lecciones de la historia, basó su hegemonía en una colusión con las fuerzas árabes más conservadoras y en alianzas contra natura con los principales enemigos del mundo árabe, dilapidando así su capital de simpatía por una política errática ilustrada por el combate implacable que ha llevado a cabo contra el resurgimiento del nacionalismo árabe.
Peor, en el momento más álgido de la Guerra Fría Estados Unidos instrumentalizó al Islam contra el ateísmo del bloque soviético haciendo así la cama del islamismo a favor de una asociación con Arabia Saudí, el más conservador de los países árabes, con el añadido de una colusión estratégica con las potencias regionales hostiles al mundo árabe, Turquía e Israel.
Presentada por la diplomacia estadounidense como una asociación de las grandes democracias de Oriente Próximo, la alianza contra natura entre el primer Estado genocida del siglo XX y los supervivientes del genocidio hitleriano, las poblaciones de la zona la perciben como una operación de cierre del mundo árabe por parte del antiguo colonizador otomano de los árabes y el usurpador israelí de Palestina, promovidos ambos, en este caso, al papel de «perros guardianes del imperialismo estadounidense» y gracias a esto beneficiándose, sólo entre ellos dos, de dos tercios de la ayuda militar estadounidense al extranjero (3).
Por añadidura la adhesión total, absoluta, incondicional e intangible a las teorías más extremas delestablishment político y militar israelí (Menahem Begin, Isaac Shamir, Ehud Barak, Ariel Sharon y Benjamín Netanyahu), a pesar de todas las concesiones árabes y palestinas acabará por debilitar considerablemente a sus protegidos y clientes árabes, a marginar al mundo árabe y a rezumar una profunda repulsión respecto a Estados Unidos, un país que presenta para sus contemporáneos el doble inconveniente de ser al mismo tiempo el protector de Israel y de los desacreditados regímenes árabes.
El hecho de que la aplastante mayoría de los capataces de los atentados del 11 de septiembre procediese de la nueva burguesía saudí (15 de los 19 operadores eran de nacionalidad saudí) da la medida de la ceguera política estadounidense y del amargo fracaso de una política basada en la occidentalización forzosa de Arabia Saudí. Una política concretada en la concesión de un crédito anual de 1.000 millones de dólares en becas a 150.000 estudiantes saudíes en universidades estadounidenses con el fin de preservar una influencia cultural permanente sobre el reino wahabí. Al final lo único que consiguió, paradójicamente, fue consolidarla en su papel de bastión del fundamentalismo islámico (4).
La diplomacia de las cañoneras y la negación de las aspiraciones profundas de los pueblos autóctonos en la más pura tradición colonial europea han acabado generando una réplica materializada en la utilización del arma del terrorismo en un combate asimétrico que ha desarrollado hasta el paroxismo una cultura de la muerte cuyo objetivo, tanto en Nueva York o en Washington, en Israel y Palestina, o en cualquier otra parte, es la desestructuración del adversario a falta de su destrucción.
Ésta es, por lo menos, una de las explicaciones del desencadenamiento de violencia sin precedentes contra los objetivos estadounidenses de la que primero Oriente Próximo, después África y finalmente el santuario nacional (Homeland) estadounidense fueron escenarios desde hacía dos decenios. Fue en Beirut contra la embajada y el cuartel general estadounidenses en 1983-1984; en Khobar y en Riad contra las bases de Estados Unidos en Arabia Saudí; en Dar es-Salam (Tanzania) y en Nairobi (Kenia) contra las embajadas estadounidenses en ambas capitales africanas en 1998, también en la costa yemení contra un barco de guerra, el «USS Cole», en 2000 y finalmente en Washington y Nueva York en el año 2001.
En nombre de la realpolitik, Estados Unidos vinculó su suerte regional al régimen político más antitético del sistema estadounidense. Pacto fundador de una asociación estratégica sellada entre dos países que sin embargo tienen en común la cotitularidad del récor mundial de ejecuciones capitales, el «Pacto de Quincy» (5) también se reveló como una alianza contra natura entre una potencia que se autodefine como la mayor democracia liberal del mundo y una dinastía que se reivindica como la monarquía teocrática más rigurosa del mundo.
Firmado en febrero de 1945 entre el presidente Franklin Roosevelt y el rey Abdel Aziz a bordo del crucero estadounidense Quincy, ese pacto ha garantizado la estabilidad del suministro energético mundial y la prosperidad económica occidental, a veces en detrimento de los intereses de los demás productores del Tercer Mundo, sin que por ello haya dado satisfacción a las legítimas reivindicaciones árabes, en especial con respecto a la cuestión palestina.
En aplicación de ese pacto, que ha dado lugar a las derivas más increíbles, Estados Unidos asumió un papel etimológicamente retrógrado que reniega de los valores que profesa. Parangón de la democracia y del liberalismo en el mundo, EE.UU. asumió el «padrinazgo» del reino más cerrado del planeta, oponiéndose a las experiencias modernizadoras y democratizadoras del Tercer Mundo, como fue el caso en Irán en 1953 durante la nacionalización de las instalaciones petroleras por el dirigente nacionalista Mossadegh; en Egipto en 1967 contra el líder del nacionalismo árabe Gamal Abdel Nasser, o incluso en el coto estadounidense, en Guatemala en 1954 y en Chile en 1973, contra el presidente socialista elegido democráticamente Salvador Allende, derrocado por una junta militar el 11 de septiembre de 1973, curiosamente en la misma fecha aniversario de los atentados de Manhattan y Washington, con el apoyo activo de los estadounidenses.
Siempre en aplicación del Pacto de Quincy, Estados Unidos decretó después de la invasión de Kuwait, en 1990, una movilización internacional contra Irak aniquilando prácticamente a ese país, anteriormente en la vanguardia del mundo árabe y ahora en estado de apoplejía, bajo un embargo durante casi doce años después de las hostilidades, alimentando así el proceso de parcialidad occidental con su mansedumbre respecto a Israel y suscitando en contrapartida una voluntad de rehabilitación de los pueblos árabes y musulmanes que muchos militantes islamistas han confundido con una sed de venganza.
Don del cielo para una ínfima minoría de dirigentes y privilegiados, el petróleo ha constituido sobre todo una fuente de codicia para los países árabes y musulmanes y una fuente de desgracias para su población, hasta el punto de que en cuatro ocasiones en un decenio (1980-1990), hecho único en la historia, cuatro ejércitos occidentales se han desplegado en Oriente Próximo para garantizar la seguridad del suministro energético de los países occidentales en crudo árabe, en 1982 a lo largo de Beirut durante el conflicto libanés, en 1986 a lo largo del Golfo Pérsico durante el conflicto Irak-Irán, en 1990-1991 contra Irak y en 2003, una vez más, contra Irak.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos procedió a desplegarse estratégicamente según la configuración del mapa del almirante Harrison, concebido en 1942 y dirigido a subyugar a todo el mundo euroasiático.
El aplicación de la «tesis de los anillos marítimos», Estados Unidos ha articulado su presencia sobre un eje basado en tres posiciones-bisagras: el estrecho de Behring, el Golfo Pérsico y el estrecho de Gibraltar, dirigida a causar la marginación total de África, una marginación relativa de Europa y a confinar dentro de un cordón de seguridad un «perímetro insalubre» constituido por Moscú, Pekín, Delhi e Islamabad que contiene a la mitad de la humanidad, tres mil millones de personas, y también la mayor densidad de miseria humana y la mayor concentración de drogas del planeta (6).
Si la Guerra del Golfo en 1990-91 permitió a los estadounidenses entrar en el corazón de los principales yacimientos petroleros del planeta, la guerra de Kosovo en 1999 les permitió implantarse en el corazón de Europa central, especialmente en Albania, considerada durante mucho tiempo un bastión de la ortodoxia comunista.
En la misma línea de sus objetivos, la guerra de Afganistán debería haberle permitido, salvo accidente, completar su misión introduciéndose en el Cáucaso, por primera vez en su historia, y ubicando a Estados Unidos en el centro del dispositivo energético mundial por su dominio del Golfo y su control de las vías de suministro del crudo «transcaucasiano».
Frente a ese primer gran conflicto del siglo XXI, Europa, que pretende ser uno de los pivotes del tercer milenio, se encuentra rápidamente marginada por el dúo anglo-estadounidense, discreta prefiguración de la «Anglo-esfera», la alianza Wasp (Wite Anglo-Saxon Protestant – Blanco, Anglosajón, Protestante), cuyo establecimiento preconizan los discípulos de Samuel Huntington, el autor del «Choque de civilizaciones», dirigido a constituir bajo la égida anglosajona un directorio de los países de civilización occidental de raza blanca (el 29% de la población mundial) para la dirección del «mundo libre».
La refundación de la doctrina estratégica de la OTAN en mayo de 1999, en el cincuentenario de la Alianza Atlántica, con la adhesión de los antiguos países del bloque soviético, aparece a este respecto como un signo precursor para los defensores de esa tesis.
Al aportar su aval militar y diplomático a Estados Unidos y subestimando su propia capacidad de influencia, Europa aparece ante la comunidad internacional como un apéndice de EE.UU. Hasta el punto de plantearse con toda crudeza la cuestión de si Europa ha abdicado de su independencia para desempeñar el papel de promontorio de Estados Unidos al otro lado del Atlántico o si recuperará su antigua vocación de foco de la civilización y desarrollará su propia autonomía frente a Estados Unidos para hacer una «isla a lo largo de la riberas de la Eurasia», retomando la expresión del geógrafo Michel Foucher.
El Occidente cristiano pretendió purgar su culpa respecto al judaísmo y testimoniarle su solidaridad expiatoria creando el Estado de Israel con el fin de «normalizar la condición judía de diáspora y arraigarlo en componentes nacionales claros», según la expresión del escritor israelí Abraham B. Yehoshua (7). Pero al mismo tiempo transmutó su contencioso de dos mil años con una religión considerada por la cristiandad durante mucho tiempo como «deicida», en un conflicto israelí-árabe y un conflicto islámico-judaico, en negación de la simbiosis andaluza.
Alemania, responsable del genocidio judío del siglo XX, Gran Bretaña, autora de la Declaración de Balfour que condujo a la creación de un hogar nacional judío en la tierra de Palestina, en el corazón del espacio árabe, en la intersección de la ribera africana y la ribera asiática del mundo árabe, así como Francia por sus masacres coloniales masivas en tierra del Islam, están llamadas a asumir, junto a Estados Unidos, un papel proporcional a su responsabilidad anterior en el nacimiento del conflicto israelí-árabe y en la exacerbación del sentimiento antioccidental en el mundo árabe-musulmán.
Israel, por trágico que haya sido el sufrimiento de los judíos debido a las persecuciones del siglo pasado y eminente su contribución a la cultura del mundo no puede ignorar los intereses de los 150.000 musulmanes y 120.000 cristianos de Jerusalén (8), una ciudad que los avatares de la historia han consagrado como lugar santo de tres religiones monoteístas, ni concebir su permanencia sobre el expolio del pueblo palestino.
Salvo que quiera precipitar una nueva fractura Norte-Sur o a atizar un nuevo «choque de los imaginarios» (9), preludio de un nuevo conflicto de las civilizaciones, Occidente deberá integrar nuevos parámetros en sus relaciones con el mundo no occidental, teniendo en cuenta el hecho de que Pakistán, Arabia Saudí y más ampliamente el conjunto del mundo musulmán, a pesar de toda su gran buena voluntad pro estadounidense es, por sí mismo, cautivo de la herencia de Osama bin Laden cualquiera que sea, por otra parte, la suerte que el destino ha reservado a su antiguo hermano de armas, paradójicamente tributario de una parte de su consideración por haber sido uno de los vencedores del temible Ejército Rojo en la guerra de Afganistán y cuyo prestigio en el mundo árabe musulmán sólo ha sido sustituido por el de las nuevas figuras de la escena internacional, el libanés Hasán Nasralá, líder de Hizbulá y vencedor de Israel en dos ocasiones; el iraquí Moqtada Sadr, gran dirigente de la vida política iraquí; el Hamás palestino de corrosiva resistencia frente a Israel e incluso el líder palestino Yasser Arafat, cuya obstinada resistencia en su reducto de Ramala (Cisjordania) frente a los ataques de las tropas israelíes del general Ariel Sharon condujo a su mayor competidor, el rey Abdalá II de Jordania, a elevarle a la categoría de «Héroe de Oriente Próximo de todos los tiempos» (10), propulsado a una dimensión heroica, al igual que el mítico revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara o el destructor del apartheid blanco en Sudáfrica Nelson Mandela.
El 53% de la población total musulmana imputa a Estados Unidos e Israel la responsabilidad del «foso creciente entre el mundo occidental y el mundo árabe-musulmán» y considera «arrogante, provocadora y parcial» la política estadounidense en la zona, según un sondeo del Instituto Gallup por cuenta del periódico estadounidense US Today, realizada en diciembre de 2001 y enero de 2001, entre una muestra representativa de la población de nueve países árabes y musulmanes (11).
Punto de fijación de los conflictos latentes del Islam y Occidente, el conflicto israelí-palestino, y de una manera general la deuda postcolonial, no se solventará por la coerción, sino por la cooperación de los diversos protagonistas de un contencioso que gangrenó todo el siglo XX y se ha desbordado de una manera apocalíptica sobre el nuevo milenio.
Notas:
(1) La force noire mobilisée, Paris Noir, de Pascal Blanchard, Eric Deroo y Gilles Manceron, Hazan, septiembre de 2001, así como Du Bougnoule au sauvageon, voyage Dans l’imaginaire français, de René Naba (Harmattan 2002).
(2) Un «creuset de la nation à réinventer: L’arme s’ouvre timidement aux Beurs», Karim Bourtel, Le Monde diplomatique, septiembre de 2001, así como la revista Islam de France nº 2-199, «Appel pour la création d’un memorial des musulmans morts pour la France», «Le Régiment de marche nord-africain de Paris» (RMNAP), comandado por el lugarteniente coronel Massebiau, estaba compuesto de 400 argelinos, 250 marroquíes, 250 tunecinos y 300 europeos, es decir, 800 magrebíes de un total de 1.100 hombres. Se disolvió dentro del primer ejército francés a finales del año 1944.
(3) Hasta 1999 Turquía era el tercer país beneficiario de la ayuda militar estadounidense después de Israel y Egipto. Sólo en 1997 la ayuda estadounidense a Turquía en guerra contra los autonomistas kurdos sobrepasó la que ese país obtuvo durante todo el período de 1950 a 1983 de la Guerra Fría. Ver: «Les Etats Unis entre hyper puissance et hyper hégémonie, le terrorisme, l’arme des puissants», Noam Chomsky-Le Monde diplomatique, diciembre de 2001.
(4) Guerre des ondes/Guerre des religions, la Bataille hertzienne dans le ciel mediterranéen, René Naba (Harmattan 1998).
(5) El «Pacto de Quincy», firmado en febrero de 1954 en el crucero estadounidense Quincy, al final del encuentro entre el presidente estadounidense Franklin Roosevelt y el rey Abdel Aziz Ibn Saoud, fundador del reino saudí, se articula sobre cinco puntos. La estabilidad de Arabia Saudí forma parte de los «intereses vitales» de Estados Unidos, que en contrapartida garantiza la protección incondicional del reino contra cualquier eventual amenaza exterior. Por extensión la estabilidad de la Península Arábiga y el liderazgo regional de Arabia Saudí también forman parte de los «intereses vitales» de Estados Unidos. En contrapartida el reino, la dinastía Ibn Saud, garantiza la mayoría del aprovisionamiento energético estadounidense sin enajenar ninguna parte de su territorio, las compañías concesionarias sólo serán inquilinas de los terrenos. Los otros puntos tratan de la asociación económica, comercial y financiera saudí-estadounidense, así como de la no injerencia estadounidense en las cuestiones de política interna saudí. Ver Richard Labévière «les dollars de la terreur»
(6) Guerre des ondes…, René Naba, op. cit.
(7) «La question juive posée au monde», ver Libération 29 de noviembre de 2001, así como «pour une normalité juive», Liana Lévi, 1992.
(8) Para una población de seis mil millones de personas, se establece como sigue: musulmanes 19,5%; católicos 18,46%; hindúes 14,03%; protestantes, 9,14%; budistas 5,87%; ortodoxos 3,25%; religiones chinas 2,58%; animistas 1,63%; agnósticos 1,49%; ateos 4,27% (fuente: «peuples du monde»-Libération, sábado 19-domingo 20 de agosto de 2000).
(9) La expresión es del especialista en el Islam franco-argelino Mohamad Arkoune, profesor emérito de La Sorbona. Conferencia en la Universidad de Balamand (Líbano) en la que abogaba por un nuevo cuestionamiento fundamental de las percepciones tanto del mundo occidental como del musulmán con el fin de «hacer de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 un “advenimiento”», diarioL’Orient Le Jour, de 16 de abril de 2002.
(10) «La dimensión heroica de Yasser Arafat en las pantallas de las televisiones árabes». Ver despacho de AFP de 14 de abril de 2002 que retoma la declaración del rey Abdalá II de Jordania en la cadena estadounidense CNN hecha el jueves 11 de abril de 2002 después de las entrevistas del monarca Hachemita en Amán con el secretario de Estado Colin Powel en la que calificaba a Yasser Arafat de «Héroe de Oriente Próximo de todos los tiempos». El despacho dice además que frecuentemente los manifestantes árabes califican a Arafat como «Saladin», en referencia al vencedor de los cruzados o incluso como Omar Ibn Khattab, en referencia al décimo Califa del Islam que recuperó las llaves de Jerusalén.
(11) El sondeo del Instituto Gallup se realizó sobre una muestra de 9.924 personas originarias de 9 países árabes y musulmanes (Arabia Saudí, Jordania, Kuwait, Líbano, Marruecos, Pakistán, Turquía, Irán e Indonesia), en representación de la mitad de la población del conjunto árabe-musulmán. Publicado el 3 de marzo de 2002 en el diario Al Qods Al-Arabi de Londres, da los siguientes datos: el 77% de los encuestados juzga «moralmente injustificables» los bombardeos estadounidenses contra Afganistán, frente al 9% que los considera justificados. El 53% considera la política estadounidense «parcial, provocadora, antiárabe y antimusulmana» y opina que Estados Unidos e Israel son «responsables del foso que separa el mundo occidental del mundo árabe-musulmán». Además, la mayoría de los encuestados pone en duda el hecho de que las operaciones fueran realizadas por los árabes, el 18% arroja sobre «los círculos occidentales» la responsabilidad de los ataques del 11-S contra las ciudades estadounidenses. Las opiniones más favorables a Estados Unidos se encontraron en Líbano (41%) y en Turquía (40%), seguidas de Kuwait (28%) e Indonesia (27%). Jordania y Marruecos igual (22%) llegan en quinta posición, seguidos de Arabia Saudí (16%), Irán (14%) y Pakistán (5%). El 50% de los encuestados expresaron opiniones hostiles al presidente George W. Bush.
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